Arañas

Hoy aprendí (entre risas) que las arañas se cuelgan de sus telas para llegar a nuestros rostros y adorarlos, o adobarlos, y atomizarlos, deslizando sus esqueletos, como una forma de provocarse la seducción, y ejecutar el acto de instalar allí sus huevos para nuestra perdición.

También escuché que nos salpican elegantemente con sus fluidos, como queriendo conquistarnos en nuestra inconsciencia. ¿O estamos conscientes cuando se erotizan ante nuestra apariencia?

Hasta parece que supieran más de nosotros que nosotros mismos, y nos aplican el efecto de la afectación en nuestros letargos, un estrepitoso abrazo, en nuestra piel de raso.

 ¿Cuánto más nos afectamos cuando no miramos alrededor ni sabemos desinhibir lo que de otros destila resplandor? ¿Cuánto tiempo más nos veremos fríos ante los lenguajes del gentío? Porque no hay un solo ser superior que aún en su vanidad no pretenda vivir el amor. Y si de intensidad se trata, no hay elemento más contundente que el alma humana para tratar con vehemencia a la indiferencia y sus apariencias.

Arañas, pequeños insectos que, como rebeldes amenazas, se van infectando del silencio y los desencuentros, y aprovechando su desfachatez emergen en la noche para derramar sus latidos sobre nuestro bienestar. Parece que (como en el dicho), cuando todo menos esperas, todo más puede pasar.

Lunes 7 de noviembre de 2016.

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