Seis de la mañana es el momento exacto donde el día comienza por fluir sus emociones, pero a regañadientes muerdo un suspiro tratando de pensar que hoy si se me dará esto de atacar tu alma con una mirada dirigida y afectada por una híbrida línea. Nos dedicamos tanto al remanso del trabajo, que olvidamos vivir. Tenemos como una serie de inquietudes deliciosas y cortésmente organizadas para tiznar cada maniobra. Te levantás y pensás en la orfebrería que resulta del ataque constante del látigo laboral. Te tomás el cafecito hirviente, pensando detenidamente en las páginas que leerás, y en el poco tiempo que te quedará para resucitarte luego a la vuelta, cuando después de la jornada recuerdes que no te ha mirado, y que otro día más intentarás atacar el vértice de sus ojos para que la vida valga la pena.

¿Qué es la vida sin el regodeo del alma, al pasar por el poniente del día y resucitarte con una copa de vino en el enjambre que ha quedado de una deslucida pero nutrida pérdida de tiempo? Hay como un olor a venganza del destino. Atacás y serás atacado algún día. Ese algún día llegará, lo verás respingar tu sueño cuando vayas a poner la cabeza en la almohada y pienses en lo que has dado y recibido, tarde o temprano, aunque sea tarde se habrá amoldado, a que las cuentas van despacio por la ventana pero te raspan el burlete para hacer entrar una porción de tierra, ya verás que el polvo hace recordar, verás aunque no sientas el viento, el recuerdo se divide pero finalmente se hace gangrena en tu conciencia.

Cuado llegué de Trelew creí encontrar la parcela de tierra que detestara la ignorancia y me hiciera encontrar el amor. Miré hacia la ría, pero hay tantos secretos allí guardados, que a veces te hablan de este o aquel como si lo conocieran todo, como si el vecino fuera una carta abierta de sentimientos y de acciones, como si los vidrios por donde pispeás fueran las miradas y las devociones, pero el ser es un magullador constante de arrebatos y deliciosos chismes, que al final no llegan a ser cuento y pasan por el cuartel del invento. La televisión es un sitial inmenso, pero apresuradamente agotador que con su inocencia por sobre el aparato cuadrado te invita a hacerte dueño del mundo. El mundo no es de nadie, salvo de aquellos que dócilmente manejan la vela en la tormenta. Es tormentoso creer, pero más terrible y copioso hacer creer, como hacen creer los rumiantes del pueblo, silenciosos sus pasos pero tendenciosos sus arrebatos de palabras y estratagemas de comino y arroz.

Tengo ganas de hacer unas empanadas de carne, como aquellas de choclo que inventé en Toronto a mitad de año 2002, cuando entre vibraciones extrañas telefónicas consulté para hacer una masa casera pero dura y espesa, como espeso es el paraíso que se perpetua en la mente al recordar. Me alejo de Toronto y llego aquí, un mayo crecido en alegría por verte, por cruzar aunque sea sólo el suspiro matinal o del mediodía, corriendo personas de pasillos y bancos de lugar. Una delicia de poco sabor pero de eterno resplandor, ¿cómo es que el gusto llega a penetrar tu alma y la entrega derechita para ser saboreada y ojeada como libro en la demencia? God bless your soul, pero, ¿cómo es tu alma? ¿Quién sos, que de una barranca tiraría esta pena para adornarla en la oscuridad secreta?

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