¡Pero, qué digo!


"Los gigantes arrancan de sus espuelas corazones ensangrentados y son perdonados, y sin embargo los luchadores de la vida comen día a día un poquito más de aprendizaje, cada día socavando una imperfección, para fortalecer su sed, y son juzgados".

¡Tener sed es tan humano y necesario! Que sería de la sed sin el ser, del ser sin la sed, del agua sin la apuesta presencia del cimiento equivocado y del vaso sin la agridulce forma de conservarse en ese estado.

Delante de mi yacía un durazno en una compotera. Más tarde, un carozo apretado contra el cuchillo. Finalmente, el dulce en mis labios, que no será sólo un fugaz jugo bebido y administrará su potencia exquisita con un café que me calme este frío.

¿Será éste el destino de los escritores? Los mal comprendidos. Los inútiles. Los vagos. Los aplacadores de la manteca trémula que repercute en la rutina y los agobiadores de la perfección y sus halagos.

Sentada, sobre la mesa la herradura para no arañar mis pies, al costado Lucinda y su parsimonia (ella no tiene dramas en esta historia). Afuera el viento hace hoyos en el sol. Hay que quedarse observando por dentro, como cuando todo es actividad en algunos y el interior transpira soledad en otros. No he sentado mis trajinadas piernas para escribir desde que tenía casi 32 años, porque sentarse inspira confianza en los lectores, pero escribir al pasar es pecar de una cierta inutilidad para el comentario de los escatimadores.

¡Pero qué digo! ¿Quién soy yo para hablar de esta manera? La opinión es un vértice pequeño de la sensación. Más tarde trama información y reparte cospeles por sobre las miradas. Observar es más que natural, opinar es la osadía que más progresa en el preludio matinal. Sin embargo, he de opinar suavemente de los aprendizajes como argumentos ofensivos para los cerebros colgantes.

Pasaron ya un montón de años. "Jugué a ganar y sólo he conseguido" un retroceso en el pensamiento que tengo que tienen los otros de mi, como si eso me importara hoy al fin. Alertaré una colación por sobre el horario de la cena, y me detendré antes de platicar con los masticados choclos que se hunden en mis muelas. Suena la guitarra, y el vino no aparece. ¿Hay café en este bar sin cordura, en este pasar sin hermosura?

Caminé descalza. Me herí con tintura para piel. Sobre el espejo, vi la emisión completa de una tétrica pero alerta comensal de la vida, con pasiones reprimidas. Tenía sueño, pero prefería estar atenta por si las lástimas ocasionales que siento por mí me llamaban a mirar por los intentos que alrededor viraban a oler las indulgencias fatales. Había rumores, gente que bailaba con calores. Sonaba el blues de Roy Orbison y de los antiguos Fleetwood, divertidos sonidos al unísono.

Pero me harté. Harta estoy del cocinero que pretende saber qué pasa en mi pensamiento, harta de la sirena que canta mi vida como si alguna vez la hubiera escuchado, si prácticamente nadie, excepto mi abuela, me ha observado. Las sirenas son inefables mentirosas, con melanina y aerosol pintan las palabras para que sean aceptadas, son unas crápulas inescrupulosas. ¡Ya no quiero aceptar este malestar!

Cocinaré a través de Narda. Pondré el botón en el medio del volumen y arrinconaré mis malos pensamientos, con este staff me entretengo, ¡sí que es un manjar por el que voy y vengo! Como esgrimista, acantonaré las huellas que pretenden retrotraer los años pasados, esos desintegrados, malhumorados y persignados. Evocaré la silábica ambición de ser yo misma. Mal o bien, el ser es la única criatura indispensable en la vida, la única intersección con salida. Sin el uno, el otro flota pero no llega a tierra firme. Sin el otro, el uno come ramitas secas hasta que la comida está lista.

¡Al café del manjar! Chocolates abstenerse, volcanes internos, ¡arrasar!

(17 de enero de 2012, para mi libro de intentos "Héroes y extraños") y un escaso poquito de ayer y hoy.

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